Mis nervios estaban abatidos
por un largo sufrimiento, hasta el punto que
me hacía temblar el sonido de mi propia
voz, y me consideraba por todos motivos una
víctima excelente para la clase de tortura
que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a
tientas hasta la pared, decidido a dejarme
morir antes que afrontar el horror de los pozos
que en las tinieblas de la celda multiplicaba
mi imaginación.
En otra situación
de ánimo hubiese tenido el suficiente
valor para concluir con mis miserias de una
sola vez, lanzándome a uno de aquellos
abismos, pero en aquellos momentos era yo el
más perfecto de los cobardes.
Por otra parte, me era
imposible olvidar lo que había leído
con respecto a aquellos pozos, de los que se
decía que la extinción repentina
de la vida era una esperanza cuidadosamente
excluida por el genio infernal de quien los
había concebido.
Durante unos minutos,
ese descubrimiento me turbó grandemente,
turbación en verdad pueril, ya que,
dadas las terribles circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa
menos importante podía encontrar que
las dimensiones de mi calabozo?
Pero mi alma ponía
un interés extraño en las cosas
nimias, y tenazmente me dediqué a darme
cuenta del error que había cometido
al tomar las medidas a aquel recinto.