La confusión de
mi cerebro me impidió darme cuenta de
que había empezado la vuelta con la
pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola
a la derecha.
Tanteando el camino, había
encontrado varios ángulos, deduciendo
de ello la idea de una gran irregularidad;
tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta
sobre el que sale de un letargo o de un sueño.
La forma general del recinto
era cuadrada. Lo que creí mampostería
parecía ser ahora hierro u otro metal
dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas
y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella
construcción metálica estaba
embadurnada groseramente con toda clase de
emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de
la superstición de los frailes.
Figuras de demonios con
amenazadores gestos, con formas de esqueleto
y otras imágenes del horror más
realista llenaban en toda su extensión
las paredes.
Me di cuenta de que los
contornos de aquellas monstruosidades estaban
suficientemente claros, pero que los colores
parecían manchados y estropeados por
efecto de la humedad del ambiente.
Estaba atado con una larga
tira que parecía de cuero. Enrollábase
en distintas vueltas en torno a mis miembros
y a mi cuerpo, dejando únicamente libres
mi cabeza y mi brazo izquierdo.
Creí entonces que
el plan de mis verdugos consistía en
exasperar esta sed, puesto que el alimento
que contenía el plato era una carne
cruelmente salada.
Levanté los ojos
y examiné el techo de mi prisión.
Hallábase a una altura de treinta o
cuarenta pies y parecíase mucho, por
su construcción, a las paredes laterales.
Era una representación
pintada del Tiempo, tal como se acostumbra
representarle, pero en lugar de la guadaña
tenía un objeto que a primera vista
creí se trataba de un enorme péndulo
como los de los relojes antiguos.