De modo que medía
un total de cien pasos, y suponiendo que dos
de ellos constituyeran una yarda, calculé en
unas cincuenta yardas la circunferencia de
mi calabozo.
Sin embargo, había
tropezado con numerosos ángulos en la
pared, y esto impedía el conjeturar
la forma de la cueva, pues no había
duda alguna de que aquello era una cueva.
De esta forma avancé diez
o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba
de orla se me enredó entre las piernas,
haciéndome caer de bruces violentamente.
En la confusión
de mi caída no noté al principio
una circunstancia sorprendente que segundos
después, hallándome todavía
en el suelo, llamó mi atención.
Mi barbilla apoyábase
sobre el suelo del calabozo, pero mis labios
y la parte superior de la cabeza, aunque parecían
colocados a menos altura que la barbilla, no
descansaban en ninguna parte.
En el mismo instante dejóse
oír un ruido sobre mi cabeza, como de
una puerta abierta y cerrada casi al mismo
tiempo, mientras un débil rayo de luz
atravesaba repentinamente la oscuridad y se
apagaba en seguida.
Aquella muerte, evitada
a tiempo, tenía ese mismo carácter
que había yo considerado como fabuloso
y absurdo en las historias que sobre la Inquisición
había oído contar.