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Andrés Hurtado habló largamente con el doctor Sánchez, de las obligaciones del
cargo. Quedaron de acuerdo en dividir Alcolea en dos secciones, separadas por la calle Ancha. Un mes, Hurtado visitaría la parte derecha, y al siguiente la izquierda. Así conseguirían no tener que recorrer los dos todo el pueblo. El doctor Sánchez recabó como condición indispensable, el que si alguna familia de la sección visitada por Andrés quería que la visitara él o al contrario, se haría según los deseos del enfermo. Hurtado aceptó; ya sabía que no había de tener nadie predilección por llamarle a él; pero no le importaba.
Comenzó a hacer la visita. Generalmente, el número de enfermos que le correspondían no pasaba de seis o siete.
Andrés hacía las visitas por la mañana; después, en general, por la tarde no tenía necesidad de salir de casa. El primer verano lo pasó en la fonda; llevaba una vida soñolienta; oía a los viajantes de comercio que en la mesa discurseaban y alguna que otra vez iba al teatro, una barraca construida en un patio.
La visita por lo general, le daba pocos quebraderos de cabeza; sin saber por qué,
había supuesto los primeros días que tendría continuos disgustos; creía que aquella gente manchega sería agresiva, violenta, orgullosa; pero no, la mayoría eran sencillos, afables, sin petulancia.
En la fonda, al principio se encontraba bien; pero se cansó pronto de estar allí. Las conversaciones de los viajantes le iban fastidiando; la comida, siempre de carne y sazonada con especias picantes, le producía digestiones pesadas.
—¿Pero no hay legumbres aquí? —le preguntó al mozo un día.
—Sí.
—Pues yo quisiera comer legumbres: judías, lentejas.
El mozo se quedó estupefacto, y a los pocos días le dijo que no podía ser; había que hacer una comida especial; los demás huéspedes no querían comer legumbres; el amo de la fonda suponía que era una verdadera deshonra para su establecimiento poner un plato de habichuelas o de lentejas. El pescado no se podía llevar en el rigor del verano, porque no venía en buenas condiciones. El único pescado fresco eran las ranas, cosa un poco cómica como alimento.
Otra de las dificultades era bañarse; no había modo. El agua de Alcolea era un lujo y un lujo caro. La traían en carros desde una distancia de cuatro leguas, y cada cántaro valía diez céntimos. Los pozos estaban muy profundos; sacar el agua suficiente de ellos para tomar un baño, constituía un gran trabajo; se necesitaba emplear una hora lo menos.
Con aquel régimen de carne y con el calor, Andrés estaba constantemente
excitado. Por las noches iba a pasear solo por las calles desiertas. A primera hora, en las puertas de las casas, algunos grupos de mujeres y chicos salían a respirar. Muchas veces Andrés se sentaba en la calle Ancha en el escalón de una puerta y miraba las dos filas de luces eléctricas que brillaban en la atmósfera turbia. ¡Qué tristeza! ¡Qué malestar físico le producía aquel ambiente! A principios de septiembre, Andrés decidió dejar la fonda. Sánchez le buscó una casa. A Sánchez no le convenía que el médico rival suyo, se hospedara en la mejor fonda del pueblo; allí estaba en relación con los viajeros, en sitio muy céntrico; podía quitarle visitas. Sánchez le llevó a Andrés a una casa de las afueras,
a un barrio que llamaban del Marrubial.
Era una casa de labor, grande, antigua, blanca, con el frontón pintado de azul y una galería tapiada en el primer piso.
Tenía sobre el portal un ancho balcón y una reja labrada a una callejuela. El amo de la casa era del mismo pueblo que Sánchez, y se llamaba José; pero le decían en burla en todo el pueblo, Pepinito. Fueron Andrés y Sánchez a ver la casa, y el ama les enseñó un cuarto pequeño, estrecho, muy adornado, con una alcoba en el fondo oculta por una cortina roja.
„Ich möchte“, sagte Andrés, „ein Zimmer im Erdgeschoss und wenn möglich, ein grosses.“ „Im Erdgeschoss habe ich“, sagte sie, „nicht mehr als ein grosses Zimmer, aber nicht hergerichtet.“
„Wenn Sie mir das zeigen könnten.“
„Gut.“
Die Frau öffnete einen alten Saal, ohne Möbel, mit einem filigranen Gitter zur Gasse hinaus, die Carretones hiess.
„Und diese Zimmer ist frei?“
„Ja.“
„Ah, hier bleibe ich“, sagte Andrés.
„Gut, wie Sie wollen; man wird es tünchen, fegen und man wird das Bett bringen.“ Sánchez ging und Andrés sprach mit seiner neuen Hauswirtin.
“Sie haben keine grosse Bütte, die nicht benützt wird?“, fragte er sie.
„Wozu?“
„Um zu baden.“
„Im kleinen Stall hat es eine.“
„Schauen wir sie an.“
Das Haus hatte im hinteren Teil eine mit dornigen Ästen gedeckte Ziegelmauer, die ausser dem Stall verschiedene Höfe und Hühnerhöfe, den Unterstand für den Karren, den Rebenlaube, die Ölpresse, den Weinkeller und die Ölmühle abgrenzte. In einer Bude, die als Bäckerei gedient hatte und die auf einen kleinen Hühnerhof hinausging, hatte es eine grosse Bütte, in der Mitte durchgeschnitten und im Boden versenkt.
—¿Esta tinaja me la podrá usted ceder a mí? —preguntó Andrés.
—Sí, señor; ¿por qué no?
—Ahora, quisiera que me indicara usted algún mozo que se encargara de llenar
todos los días la tinaja; yo le pagaré lo que me diga.
—Bueno. El mozo de casa lo hará. ¿Y de comer? ¿Qué quiere usted comer? ¿Lo
que comemos en casa?
—Sí, lo mismo.
—¿No quiere usted alguna otra cosa más? ¿Aves? ¿Fiambres?
—No, no. En tal caso, si a usted no le molesta, quisiera que en las dos comidas
pusieran un plato de legumbres.
Con estas advertencias, la nueva patrona creyó que su huésped, si no estaba loco, no le faltaba mucho. La vida en la casa le pareció a Andrés más simpática que en la fonda. Por las tardes, después de las horas de bochorno, se sentaba en el patio a hablar con la gente de casa. La patrona era una mujer morena, de tez blanca, de cara casi perfecta; tenía un tipo de Dolorosa; ojos negrísimos y pelo brillante como el azabache. El marido, Pepinito, era un hombre estúpido, con facha de degenerado, cara juanetuda, las orejas muy separadas de la cabeza y el labio colgante. Consuelo, la hija de doce o trece años, no era tan desagradable como su padre ni tan bonita como su madre.
Con un primer detalle adjudicó Andrés sus simpatías y antipatías en la casa.
Una tarde de domingo, la criada cogió una cría de gorrión en el tejado y la bajó al patio.
—Mira, llévalo al pobrecito al corral —dijo el ama—, que se vaya.
—No puede volar —contestó la criada, y lo dejó en el suelo. En esto entró Pepinito, y al ver al gorrión se acercó a una puerta y llamó al gato. El gato, un gato negro con los ojos dorados, se asomó al patio. Pepinito entonces, asustó al pájaro con el pie, y al verlo revolotear, el gato se abalanzó sobre él y le hizo arrancar un
quejido. Luego se escapó con los ojos brillantes y el gorrión en la boca.
—No me gusta ver esto —dijo el ama.
Pepinito, el patrón, se echó a reír con un gesto de pedantería y de superioridad del
hombre que se encuentra por encima de todo sentimentalismo.
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