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En esta época era todavía Madrid una de las pocas ciudades que conservaba espíritu romántico. Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de fórmulas prácticas para la vida, consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente físico y moral.
Tales fórmulas, tal especial manera de ver, constituye un pragmatismo útil, simplificador, sintetizador.
El pragmatismo nacional cumple su misión mientras deja paso libre a la realidad; pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de un pueblo se altera, la atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos toman perspectivas falsas.
Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de
ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Canovas, Echegaray...
España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo.
Todo lo español era lo mejor.
Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas.
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.
Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.
Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones. En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un problema echarlo.
Había estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.
—Usted —decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le temblaba la perilla por la cólera—, ¿cómo se llama usted?
— ¿Quién? ¿Yo?
—Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted? —añadía el profesor, mirando la lista.
—Salvador Sánchez.
—Alias Frascuelo —decía alguno, entendido con él.
—Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame así, y si hay alguno que le importe, que lo diga —replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.
— ¡Vaya usted a paseo! —replicaba el otro.
— ¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! —gritaban varias voces.
—Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted —decía el profesor, temiendo las consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia, dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.
Andrés Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro. Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo
tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor. Su preparación para la Ciencia no podía ser más desdichada.
Es gab unverschämte Studenten, die sich die grössten Anmassungen erlaubten; sie schrieen, iahten, unterbrachen den Professor. Einer der Witze dieser Studenten war der, einen falschen Namen anzugeben, wenn man ihn danach fragte.
„Sie“, sagte der Professor und zeigte mit dem Finger auf ihn, während der Spitzbart vor Wut zitterte, „wie heissen Sie?“
„Wer? Ich?“
„Ja, mein Herr, Sie, Sie! Wie heissen Sie?“, fügte der Professor bei, während er auf die Liste schaute.
„Salvador Sánchez.”
„Alias Frascuelo”, sagte irgendeiner, der sich mit ihm verstand.
„Ich heisse Salvador Sánchez; ich weiss nicht, wen das etwas angeht, dass ich so heisse, und wenn es irgendeinen gibt, für den das wichtig ist, so sage er es“, erwiderte der Student, schaute zu dem Ort, wo die Stimme herkam und mimte den Belästigten.
„Gehen Sie hinaus!“, erwiderte der andere.
„He, he, raus, auf den Hof!“, schrieen einige Stimmen.
„Also gut, in Ordnung. Es ist gut. Gehen Sie“, sagte der Professor und fürchtete die Konsequenzen dieser Wortwechsel.
Der Bursche ging, und ein paar Tage später wiederholte er den Witz und gab den Namen irgendeines berühmten Politikers oder Toreros als seinen an.
Während der ersten Schultage kam Andrés Hurtado nicht aus dem Staunen heraus. All dies war zu absurd. Er hätte lieber eine härtere und gleichzeitig herzlichere Disziplin vorgefunden, und er fand eine groteske Klasse vor, in der sich die Schüler über den Professor lustig machten. Seine Vorbereitung auf die Wissenschaft konnte nicht erbärmlicher sein.
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