normal langsam |
Las gestiones para encontrar un pueblo adonde ir no dieron resultado tan
rápidamente como Andrés deseaba, y en vista de esto, para matar el tiempo, se decidió a estudiar las asignaturas del Doctorado. Después marcharía a Madrid y luego a cualquier parte.
Luisito pasaba el invierno bien; al parecer estaba curado.
Andrés no quería salir a la calle; sentía una insociabilidad intensa. Le parecía una
fatiga tener que conocer a nueva gente.
—Pero hombre, ¿no vas a salir? —le preguntaba Margarita.
—Yo no. ¿Para qué? No me interesa nada de cuanto pasa fuera.
Andar por las calles le fastidiaba, y el campo de los alrededores de Valencia, a pesar de su fertilidad, no le gustaba.
Esta huerta, siempre verde, cortada por acequias de agua turbia, con aquella
vegetación jugosa y oscura, no le daba ganas de recorrerla.
Prefería estar en casa. Allí estudiaba e iba tomando datos acerca de un punto de
psicofísica que pensaba utilizar para la tesis del Doctorado.
Debajo de su cuarto había una terraza sombría, musgosa, con algunos jarrones con chumberas y piteras donde no daba nunca el sol.
Allí solía pasear Andrés en las horas de calor. Enfrente había otra terraza donde
andaba de un lado a otro un cura viejo, de la iglesia próxima, rezando. Andrés y el cura se saludaban al verse muy amablemente. Al anochecer, de esta terraza Andrés iba a una azotea pequeña, muy alta, construida sobre la linterna de la escalera. Allá se sentaba hasta que se hacía de noche. Luisito y Margarita iban a pasear en tartana con sus tíos.
En aquel barrio antiguo las casas próximas eran de gran tamaño; sus paredes se
hallaban desconchadas, los tejados cubiertos de musgos verdes y rojos, con matas en los aleros, de jaramagos amarillentos. Se veían casas blancas, azules, rosadas, con sus terrados y azoteas; en las cercas de los terrados se sostenían barreños con tierra, en donde las chumberas y las pitas extendían sus rígidas y anchas paletas; en alguna de aquellas azoteas se veían montones
de calabazas surcadas y ventrudas, y de otras redondas y lisas. Los palomares se levantaban como grandes jaulones ennegrecidos. En el terrado próximo de una casa, sin duda, abandonada, se veían rollos de esteras, montones de cuerdas de estropajo, cacharros rotos esparcidos por el suelo; en otra azotea aparecía un pavo real que andaba suelto por el tejado, y daba unos gritos agudos y desagradables.
Por encima de las terrazas y tejados aparecían las torres del pueblo: el Miguelete, rechoncho y fuerte; el cimborrio de la catedral, aéreo y delicado, y luego aquí y allá una serie de torrecillas, casi todas cubiertas con tejas azules y blancas que brillaban con centelleantes reflejos. Andrés contemplaba aquel pueblo, casi para él desconocido, y hacía mil cábalas caprichosas acerca de la vida de sus habitantes.
Veía abajo esta calle, esta rendija sinuosa, estrecha, entre dos filas de caserones. El sol, que al mediodía la cortaba en una zona de sombra y otra de luz, iba, a medida que avanzaba la tarde, escalando las casas de una acera hasta brillar en los cristales de las buhardillas y en los luceros, y desaparecer.
En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban círculos caprichosos en el aire, lanzando gritos agudos. Andrés las seguía con la vista. Al anochecer se retiraban. Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con más fuerza y aparecía Júpiter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y soñoliento...
Andrés bajaba a cenar, y muchas veces por la noche volvía de nuevo a la azotea a
contemplar las estrellas. Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía. Muchas veces el pensar en las fuerzas de la naturaleza, en todos los gérmenes
de la tierra, del aire y del agua, desarrollándose en medio de la noche, le producía el vértigo.
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