normal langsam |
—Sí, nos ha quitado terrores —exclamó Iturrioz—; pero nos ha quitado también
vida. ¡Sí, es la claridad la que hace la vida actual completamente vulgar! Suprimir los
problemas es muy cómodo; pero luego no queda nada. Hoy, un chico lee una novela del año treinta, y las desesperaciones de Larra y de Espronceda, y se ríe; tiene la evidencia de que no hay misterios.
La vida se ha hecho clara; el valor del dinero aumenta; el burguesismo crece con la democracia.
Ya es imposible encontrar rincones poéticos al final de un pasadizo tortuoso; ya no hay sorpresas.
—Usted es un romántico.
—Y tú también. Pero yo soy un romántico práctico. Yo creo que hay que afirmar el
conjunto de mentiras y verdades que son de uno hasta convertirlo en una cosa viva.
Creo que hay que vivir con las locuras que uno tenga, cuidándolas y hasta aprovechándose de ellas.
—Eso me parece lo mismo que si un diabético aprovechara el azúcar de su cuerpo para endulzar su taza de café.
—Caricaturizas mi idea, pero no importa.
—El otro día leí en un libro —añadió Andrés burlonamente— que un viajero cuenta que en un remoto país los naturales le aseguraron que ellos no eran hombres, sino loros de cola roja. ¿Usted cree que hay que afirmar las ideas hasta que uno se vea las plumas y la cola?
—Sí; creyendo en algo más útil y grande que ser un loro, creo que hay que afirmar con fuerza. Para llegar a dar a los hombres una regla común, una disciplina, una
organización, se necesita una fe, una ilusión, algo que aunque sea una mentira salida de nosotros mismos parezca una verdad llegada de fuera. Si yo me sintiera con energía, ¿sabes lo que haría!
—¿Qué?
—Una milicia como la que inventó Loyola, con un carácter puramente humano: La Compañía del Hombre.
—Aparece el vasco en usted.
—Quizá.
—¿Y con qué fin iba usted a fundar esa compañía?
—Esta compañía tendría la misión de enseñar el valor, la serenidad, el reposo; de arrancar toda tendencia a la humildad, a la renunciación, a la tristeza, al engaño, a la rapacidad, al sentimentalismo...
—La escuela de los hidalgos.
—Eso es, la escuela de los hidalgos.
—De los hidalgos ibéricos, naturalmente. Nada de semitismo.
—Nada; un hidalgo limpio de semitismo; es decir, de espíritu cristiano, me parecería un tipo completo.
—Cuando funde usted esa compañía, acuérdese usted de mí. Escríbame usted al
pueblo.
—¿Pero de veras te piensas marchar?
—Sí; si no encuentro nada aquí, me voy a marchar.
—¿Pronto?
—Sí, muy pronto.
—Ya me tendrás al corriente de tu experiencia. Te encuentro mal armado para esa prueba.
—Usted no ha fundado todavía su compañía...
—Ah, sería utilísima. Ya lo creo.
Cansados de hablar, se callaron. Comenzaba a hacerse de noche.
Las golondrinas trazaban círculos en el aire, chillando. Venus había salido en el
poniente, de color anaranjado, y poco después brillaba Júpiter con su luz azulada. En las casas comenzaban a iluminarse las ventanas. Filas de faroles iban encendiéndose, formando dos líneas paralelas en la carretera de Extremadura. De las plantas de la azotea, de los tiestos de sándalo y de menta llegaban ráfagas perfumadas…
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