Si hubiera podido romper
las ligaduras por encima del codo, hubiese
cogido el péndulo e intentado detenerlo,
lo que hubiera sido como intentar detener una
avalancha.
Mis ojos seguían
el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída,
con el ardor de la desesperación más
enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse
en el momento del descenso sobre mí.
Y, sin embargo, temblaba
con todos mis nervios al pensar que bastaría
que la máquina descendiera un grado
para que se precipitara sobre mi pecho el hacha
afilada y reluciente.
Y mis nervios temblaban,
y hacían encoger todo mi ser a causa
de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza
triunfante aún sobre el potro, que dejábase
oír al oído de los condenados
a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.
Comprobé que diez
o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían
el acero en inmediato contacto con mi traje,
y con esta observación entróse
en mi ánimo la calma condensada y aguda
de la desesperación.
La primera mordedura de
la cuchilla de la media luna, efectuada en
cualquier lugar de la correa, tenía
que desatarla lo suficiente para permitir que
mi mano la desenrollara de mi cuerpo.