A pesar de la gran dimensión
de la curva recorrida-unos treinta pies, más
o menos-y la silbante energía de su
descenso, que incluso hubiera podido cortar
aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía
hacer, en resumen, y durante algunos minutos,
era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento
me detuve. No me atrevía a ir más
allá de él. Insistí sobre él
con una sostenida atención, como si
con esta insistencia hubiera podido parar allí el
descenso de la cuchilla.
Empecé a pensar
en el sonido que produciría ésta
al pasar sobre mi traje, y en la extraña
y penetrante sensación que produce el
roce de la tela sobre los nervios.