Provenía de una
grieta de media pulgada de anchura, que extendíase
en torno del calabozo en la base de las paredes,
que, de ese modo, parecían, y en efecto
lo estaban, completamente separadas del suelo.
Intenté mirar por aquella abertura,
aunque, como puede imaginarse, inútilmente.
Había tenido ocasión
de comprobar que, aun cuando los contornos
de las figuras pintadas en las paredes fuesen
suficientemente claros, los colores parecían
alterados y borrosos.
Ahora acababan de tomar,
y tomaban a cada momento, un sorprendente e
intensísimo brillo, que daba a aquellas
imágenes fantásticas y diabólicas
un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios
más firmes que los míos.
Pupilas demoníacas,
de una viveza siniestra y feroz, se clavaban
sobre mí desde mil sitios distintos,
donde yo anteriormente no había sospechado
que se encontrara ninguna, y brillaban cual
fulgor lúgubre de un fuego que, aunque
vanamente, quería considerar completamente
imaginario.